Si doy
un paso más… si pierdo el equilibrio, caería al vacío, soy consciente de ello,
pero no tengo miedo.
El
viento me zarandea a ratos, se pega a mí cuerpo como si quisiera atravesarlo.
Cierro
los ojos.
Con los
pies firmes sobre las rocas cubiertas de musgo, extiendo los brazos en cruz y
los muevo despacio, sinuosamente adelante y atrás, como si fueran alas de
paloma. Me pregunto si la fuerza de la ventisca podría llevarme planeando y
depositarme con suavidad en el fondo del acantilado. Abro los ojos y pienso en
ello durante un rato mientras miro hacia abajo. Una hoja flota alborotada cerca
de mí, cada vez más bajo hasta llegar al suelo, se queda a mis pies por unos
segundos, temblando, casi al punto de resbalar por el filo del precipicio…
hasta que una ráfaga de viento se la lleva… la pierdo de vista… la imagino
sumergida en el agua soportando las embestidas del mar.
Me alejo
del borde del acantilado y me dirijo a un árbol situado a unos pocos metros de
mí. Hojas doradas y ocres están esparcidas alrededor del árbol, muchas se
mueven suspendidas en el aire. Me acerco…, y giro… y giro sobre mí misma con
los brazos en cruz, doy vueltas y más vueltas entre el remolino de hojas que
caen sobre mi cabeza, llega un momento en el que todo gira… puedo ver la tierra
rotar alrededor del sol…me dejo caer con suavidad sobre la alfombra de
hojarasca mirando hacia las ramas y el cielo. Cuando el mundo deja de moverse
me incorporo, me descalzo y camino pisando las pequeñas islas de follaje que se
han ido formando al pie del árbol. Al poco acabo saltando de isla en isla. Sé
que cualquiera que me viera hacer todo esto pensaría que posiblemente debo de
tener alguna deficiencia mental, que estoy loca, y aunque no me importa si lo piensan, deseo que estos
momentos sean de soledad… solo acompañada por el árbol. Sonrío y abrazo su
tronco. ¡Siento su energía!
Recorro
con la mirada el paisaje que me rodea. ¡Me sobresalto! a lo lejos, cerca de
otro árbol, distingo una figura humana. Me separo del tronco con la mirada fija
en esa figura. Retiro de mi rostro un
mechón de cabello, que se cruza delante de mis ojos con la insistencia del
viento, que se empeña en mantenerlo ahí y no dejarme ver con claridad. Permanezco
observando unos segundos… la luz del sol
me deslumbra un poco, pero soy capaz de comprobar que la silueta permanece
quieta, sentada en el suelo.
Me
pregunto cuánto tiempo llevará ahí.
Me giro dándole
la espalda y camino de nuevo hacia el acantilado, hasta quedarme a medio pie
del borde, si me centro en toda la extensión que ocupa el vacío puedo sentir
que estoy suspendida en el aire, flotando sobre él.
Me quedo
absorta con lo que va sucediendo en las profundidades del escarpado… las olas
golpean con fuerza las rocas, las cubren, y se retiran suavemente, como si las
acariciaran al despedirse. ¿Y si las rocas sintieran? ¿y si desean que las olas
no se alejen? ¿y si las olas esperan que las rocas les sigan…? Imagino cómo
sería…
Sonrío.
El
sonido embravecido del agua al golpear las rocas y el fuerte silbido del viento
me ensordecen, si pudiera bajarles el volumen lo haría.
Apenas
me da tiempo de sentir que agarran mi mano y tiran de ella hacia atrás, cuando
de pronto pierdo el equilibrio y me encuentro encima de alguien. «¿Qué pasa?» −Me
pregunto. Enseguida me doy cuenta que he pronunciado las palabras en voz alta.
El chico que hay debajo de mí me mira como si hubiese hecho una pregunta absurda.
Me
aparto a un lado y me quedo sentada en el suelo recuperándome de la confusión.
Quizás debería salir corriendo, alejarme de él, ya que es un desconocido y no
sé ante qué clase de persona me encuentro, ni que intenciones tiene, y aquí
solo estamos él y yo… nadie que pueda ayudarme a escapar de él si hiciera
falta.
Pero
sigo aquí, sentada. Una voz en mi interior me dice que puedo estar tranquila… y
siento que, en este preciso momento, es este el lugar en el que debo estar.
−¿Estás
loca? –me pregunta incorporándose y quedándose sentado a mi lado.
Frunzo
el ceño, sabía que cabía la posibilidad de que después de haber estado allí,
observándome, pensara eso de mí.
−¿Estás
loco tú? –me defiendo− ¿Por qué lo has hecho? Podría haberme caído por el
precipicio…
−Precisamente
deberías agradecerme el haber evitado que eso suceda –dice, interrumpiéndome− ¿En
qué pensabas para acercarte tanto al borde..? ¿No te das cuenta de que el
viento podría haber hecho que perdieras
el equilibrio y cayeras al vacío?
−No
tengo miedo del viento…
−Da
igual si tienes miedo o no –me vuelve a interrumpir enojado− igualmente podrías
haber caído…
−¿Cuánto
tiempo llevabas allí sentado…antes… cerca de aquel árbol? –le pregunto con
curiosidad, interrumpiéndole yo ahora, y cambiando de tema.
−Mucho –responde
mientras me mira, transformando su gesto de disgusto en una reluciente sonrisa.
−Pues…
sabrás que antes también estuve un rato al borde del acantilado, y no viniste a
salvarme.
−Eso no lo vi… Empecé a darme cuenta de tu existencia cuando te acercaste a ese
árbol al que tanto quieres –aclara, poniendo énfasis a las últimas palabras y
mirándome con su amplia sonrisa.
Sé que
está pensando en el momento en que abracé al árbol. Me alegro de que no se ría.
Solo
sonríe, y su sonrisa transmite complicidad.
Por un
momento me quedo sin saber qué decir… y dirijo la mirada hacia mis manos que,
sin ser yo consciente, llevan rato arrancando trocitos de hierba a mi
alrededor, como si se dirigieran por sí mismas, desconectadas de mi mente.
−¿Sabes? –continúa− mientras te miraba hacer
todo eso me daban ganas de acercarme y hacer yo lo mismo… ¡parecía tan
divertido…! pero no quería cortarte el rollo −termina diciendo, con un gesto en
su rostro entre divertido y resignado.
−Tú
tenías otro árbol, cerca, para ti solo –le digo sonriendo, señalando hacia el
lugar donde le había visto sentado hacía ya un rato.
−¡Ah, cierto! no lo pensé, en ese momento parecía que solo en el tuyo estaba la
diversión –responde, con una mueca divertida en su cara.
Me río…
también él se ríe. Nuestras risas resuenan al unísono, entre el sonido del
viento y el mar, formando eco en las paredes del acantilado.
Él se
levanta y se sacude las briznas de hierba seca que tiene enganchadas al
pantalón.
−Vamos
–me dice ofreciéndome su mano. Yo la tomo y con un impulso me pongo en pie.
(Es
extraño, a veces las personas conectamos así de fácil… como si nuestras almas
se conocieran de mucho tiempo atrás)
Caminamos
juntos hacia el árbol, mientras el viento sigue soplando.